martes, 21 de abril de 2020

San Fermín y el coronavirus...

Hay un dicho popular que ahora, quizás, sea más oportuno que nunca: "la vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes". Y es que el ser humano tiene una capacidad increíble de ir a lo suyo. Da igual lo que se le ponga por delante. Desastres naturales, guerras o, porque no, una pandemia. Somos capaces de asumir riesgos innecesarios por conseguir un objetivo, sea cual sea ese objetivo y sea cual sea ese riesgo. Te pueden dar muchos consejos y recomendaciones que dará igual, en tu cabeza está ese propósito y tú vas a por él.

Siempre me ha llamado la atención lo inconsciente que podemos ser a ojos de los demás, pero eso es, ni más ni menos, porque nadie sabe lo que es tener nuestro objetivo en la cabeza. Cada uno tiene el suyo y lo que a nosotros nos parece una locura a otra persona le puede parecer lo más sensato del mundo. Hay muchos riesgos que asumimos a lo largo de nuestra vida, pero sin esos riesgos ¿qué sería vivir? 

Quizás sea una locura ponerse delante de una manada de toros en una calle estrecha, rodeado de cientos de personas. Muchos tienen una meta, que podrán conseguir o no. La búsqueda del riesgo, de la adrenalina, de un sentimiento. Otros corren sin saber muy bien a donde van y también los hay que se limitan a mirar desde un lado viendo pasar el encierro. ¿Es una locura? Quizás sí o quizás no. Depende de lo que tengas en tu cabeza, en tu pensamiento. Tal vez ese riesgo merezca la pena solo por la sensación de un segundo, un segundo que siempre mantendrás en tu memoria. El momento, la calle, el toro. Los sonidos y hasta el olor. Pasan los años y no lo olvidarás. Seguro que ya no te acuerdas del riesgo, pero ese segundo, esa sensación, seguirá siempre ahí.

En la vida ocurre lo mismo. Quizás estábamos todos corriendo el encierro de Pamplona y no lo sabíamos. Nos hemos dado cuenta ahora. La explosividad de la niñez era la cuesta de Santo Domingo, donde todo pasó rápido, pero a la vez lento, de forma muy intensa, donde pequeños instantes te marcarían para el resto de tu existencia. El sol nos deslumbró en Mercaderes con velocidad, donde vislumbramos la vida en la adolescencia. Todo parecía claridad. El "chocazo" en la curva fue una vuelta a la realidad, pasamos a ser adultos y luego, entramos en una calle larga donde la marea de gente y situaciones nos llevó. Estafeta es la madurez del hombre, ahí las grandes personas se hacen más grandes y a los pequeños se los come esa calle oscura con grandes edificios y se pierden a los lados entre los demás corredores. Por último, ya con inercia, iniciamos una bajada donde los más importantes dan sus últimas pinceladas y dejan su sello, para acabar todos en la plaza, donde cada uno alcanza su destino, su final. La existencia, en el encierro.

Quizás los problemas de la vida eran esos seis toros con puntas astifinas, los más grandes del campo bravo. Cada uno los sorteaba como podía corriendo en su tramo. Alguno se lucía y se los dejaba llegar con riesgo. Otro, arrollado, se caía delante de ellos esperando que pasasen sin más, gracias al capotillo de San Fermín y los más desafortunados se llevaban la cornada. Al final, todos disfrutábamos en mayor o en menor medida de esa carrera que es la vida, de esos toros y de ese riesgo ¿Qué sería la vida sin eso?


Pero cuando más cerca llevábamos a ese toro, cuando quizás estábamos disfrutando más de esa carrera, cada uno con sus riesgos y sus objetivos, nos encontramos de frente el montón. Íbamos mirando hacia atrás, hacia ese toro que tanto riesgo traía y el coronavirus nos frenó en seco.

No hubo mucho tiempo a reaccionar. Quedamos atrapados de lleno. Confinados y aplastados por una muchedumbre de gente. Intentábamos salir pero no podíamos. Nuestros problemas anteriores llegaron y allí se quedaron atrapados también. Con sus puntas astifinas sin poderse mover tampoco, inofensivos ante tal montón. Braceábamos y hacíamos toda la fuerza que nos salía del alma por intentar escapar pero no podíamos, agobiados y angustiados ante una situación que no podíamos controlar. El montón nos había cortado la carrera, el coronavirus nos había cortado la vida. Ahora los toros, nuestros problemas de siempre, eran lo de menos.


La situación era dramática. Confinados sin poder salir, nuestra vida, el encierro, había cambiado por completo. Y cuando menos lo pensábamos esos toros salieron por un lado. Sin darnos cuenta si quiera, cogieron el callejón y desaparecieron. Nuestras prioridades eran otras. La gente se ahogaba debajo, aplastados por el coronavirus. Otros esperaban poder salir vivos de allí, daba igual como. Fueron segundos que se hicieron eternos. Los sanitarios ayudaban a sacar a los corredores de debajo a tirones. Los policías, con su capote, metían a los toros en los corrales. La gente, desde el balcón del tendido, aplaudía. Poco a poco, el montón se fue deshaciendo y aquello acabó. 


Muchos miraban para atrás. Allí quedaban los zapatos, solos, desparejados, sin dueño, sin que nadie los reclamase. Nunca más se los volverían a poner. Los restos de los caídos en aquel desgraciado montón, los restos de los caídos en el dichoso coronavirus. Sin embargo aquel hombre no miraba para atrás. Caminaba por la arena deshecho, hacia delante, con la mirada perdida hacia el suelo, pensando en lo que había pasado, pensando quizás que se habían acabado definitivamente los encierros de Pamplona. En ese momento pasó por su mente que el encierro cambiaría para siempre, que no volveríamos a sentir las astifinas puntas a centímetros de la camiseta blanca, que nuestra vida sería otra, que las pezuñas no volverían a sonar por Estafeta.


Aquella tarde fue diferente. Intentaba seguir como siempre pero no podía. Fue duro seguir adelante después de aquel montón, de aquella situación vivida. Había sentido el riesgo más cerca que nunca. Quizás se lo recordaron muchas veces aquella noche, pero pasado aquel trance, allí estaba otra vez, a la mañana siguiente. Su objetivo no había cambiado, le cantaba al Santo antes de ir a buscar su sitio, como siempre, y sacó raza. Era día 14 y sus antiguos problemas habían crecido, llevaban el hierro de Miura, pero tiró para delante. Aquel montón no se le olvidó jamás, ni aquellas caras, ni aquellos zapatos, pero sonó el cohete. Ese cohete que anunciaba el final del coronavirus y el principio del encierro, el principio de la vida. Los bueyes salieron, los cencerros retumbaban por la calle, los nervios y el griterío. La marea de gente que cada vez se acerca más deprisa. El encierro siguió su curso y, dejándose los toros llegar, la vida siguió corriendo hacia la plaza...

Ánimo a toda la gente de Pamplona, a todos los aficionados al toro y, en especial, a todos mis amigos. Ya mismo estamos viendo toros en la calle y en la plaza ¡Viva San Fermín! 

domingo, 21 de julio de 2019

El encierro de San Fermín...

Dos minutos y algunos segundos dicen que dura el encierro de Pamplona. Lo dicen los que lo ven desde un balcón, en la plaza o por la tele. Incluso los que lo ven desde el vallado. Pero la duración del encierro en realidad es difícil de medir, no se cuenta, no se cronometra, la duración del encierro de Pamplona se siente.

El encierro no comienza con un cohete, el encierro comienza cuando de pequeño te pones un pañuelo rojo al cuello y ves los encierros por la tele, con los nervios y la ilusión de un niño que quizás ni es consciente de lo que ve. Comienza hablando con amigos, expertos corredores, pidiendo consejo. Desde las zapatillas, el tramo donde correr, las diferentes situaciones y hasta las sensaciones. Porque el encierro es eso, esas sensaciones.

El encierro no es una carrera, ni varios toros rodeados de bueyes y de gente. No es una foto o una camiseta de color. El encierro es levantarte a las seis de la mañana y caminar solo, vestido de blanco y rojo, desde el hotel hasta donde has quedado con tus amigos. Lo que piensas en ese paseo solitario es el encierro. Te encuentras a gente riendo, bailando, alguno borracho y a otros desayunando. Tu vas mirando al suelo como perdido, serio y con el corazón encogido. Ahí te molesta todo, la música, las risas, el griterío y hasta el ruido que hacen tus zapatillas al rozar los adoquines.

El encierro es esperar a tus compañeros un rato porque no podías dormir y has salido antes. Es caminar juntos, en silencio, sin querer coger por el recorrido, evitando la gente y cualquier ruido posible. Apenas se habla, no salen las palabras. Se crea una atmósfera especial. Los mismos, a la misma hora, por el mismo camino y con el mismo destino, o quizás diferente, quien sabe.

El encierro es dejar todas tus pertenencias en casa de un amigo. Cada uno las deja en un sitio, un sitio que con los días se acaba volviendo tu sitio, ya sea por superstición o por costumbre. Tus amigos se vuelven tu equipo. Vais juntos desde la casa hasta un lugar cercano al recorrido pero apartado, donde el bullicio no molesta y no rompe esa calma tensa que lo envuelve todo. Allí saludas a otros corredores, amigos y compañeros de batalla. Calientas un poco, hablas algo para intentar aliviar tensión y todos juntos, vais dirección al encierro.

Allí todo cambia. La calma tensa dejar de ser calma y se queda todo en pura tensión. Atraviesas el vallado por debajo de algún fotógrafo, algún guiri o algún joven que todavía sigue de fiesta. Ni te das cuenta. Estás tan metido en tus pensamientos que llegas casi porque sigues a los tuyos. Esperas en la cuesta de Santo Domingo y salen los miedos de cada uno. Entre la multitud te abres paso para ir a ver al Santo. Vas solo, como en una liturgia que tu mismo creas. Eres tú, tus miedos, tus pensamientos y nadie más. Hay veces que te cuesta andar entre tanta gente. No te explicas como pueden pasar por ahí los toros y los bueyes. Llegas al Santo, lo miras y piensas. Algunos rezan, otros besan alguna medalla o alguna foto. Todos metidos en su liturgia. Aquel trozo de calle se convierte en una especie de capilla de plaza de toros, pero sin oro ni plata. Solo unos pañuelos y unos periódicos.

Terminas de pensar, miras al cielo por un segundo y te vuelves entre la multitud. No te quedas al cántico, cada uno tiene sus costumbres. Caminas despacio entre tanta gente, por donde puedes, hasta llegar a donde están los tuyos. Se forma un corro improvisado. Se habla poco. De vez en cuando, sin decir nada, alguno se va caminando despacio. Nadie pregunta a donde va. Irá a ver a San Fermín, a saludar a algún conocido o a donde quiera. Tú te quedas allí, mirando a todas partes, esperando a que llegue la hora.

Los minutos pasan muy lentos. Se hace eterna la espera. Preguntas la hora. Todavía queda. Miras a tu alrededor y ves la tensión en las caras, hasta en los corredores más expertos. Miradas perdidas. Nervios. Pies inquietos. Hasta que llega el momento. Uno del grupo anima a los demás a partir con un simple "vamos". Todos empiezan a caminar por el recorrido entre la gente y ves como tus compañeros se van separando. Les deseas suerte y ellos a ti. Cada uno va buscando su lugar, su sitio en el recorrido, su destino. Entonces te quedas solo.

Ya no hay compañeros, ni amigos, ni expertos corredores que te indiquen. Ahí estás tu solo, con tus miedos, tu instinto y tus reflejos. Te amarras las zapatillas y nunca te parecen que estén lo suficientemente apretadas. A tu alrededor un montón de gente desconocida espera. Ves a un grupo de guiris riéndose a carcajadas y te pones todavía más nervioso ¿Sabrán en realidad lo que hacen aquí? Intentas abstraerte mirando hacia arriba pero es peor. Cientos de personas miran hacia abajo desde los balcones. Desayunan, se ríen, hacen fotos. Te sientes pequeño, indefenso, solo. Pegas unos saltos no por calentar, sino por soltar los nervios. Ya no puedes más.

De repente, a lo lejos, escuchas el cohete. Entonces la calle parece que empieza a hervir. Desde los balcones la gente grita. Los corredores saltan y tu saltas también. Intentas ver algo, los toros, los bueyes, un pastor o lo que sea, pero lo único que empiezas a ver es gente corriendo en estampida, con la cara desencajada, huyendo de algo que tu conoces pero no eres capaz de ver. Aguantas allí quieto como puedes, dejando pasar a gente que corre a lo loco, apartándola con las manos. Entonces a lo lejos escuchas los cencerros. El griterío aumenta. Ves los flashes desde los balcones. La manada se acerca. Antes de que te des cuenta la tienes encima. Escuchas como las pezuñas arañan los adoquines como cuchillas. Intentas meterte pero no puedes. Codazos, empujones y golpes. Ves un par de toros algo más rezagados y lo intentas. Corres un poco al lado de un toro, solo un par de metros. Parece que vas en una nube, no te lo crees. Miras hacia delante y ves a alguien en el suelo. Intentas saltarlo pero te tropiezas y te caes. Da igual. Has corrido junto a un toro en Pamplona. Solo un par de metros, pero lo has hecho. Te levantas y por inercia sigues corriendo unos metros más, por puro instinto. Pero luego piensas, te pegas a la pared y dejas pasar a los bueyes escoba con una sonrisa en la cara.

Entonces crees que el encierro ha terminado, pero te equivocas. Caminas casi flotando por esos adoquines y esas rayas blancas que tantas y tantas veces has visto por la tele. Vas ya en sentido contrario al recorrido. Empiezas a acordarte de tus compañeros. Te preocupas. Poco a poco, entre la multitud de gente van apareciendo. Ahora sí se habla. Preguntas que tal y ellos te preguntan. Se intercambian sensaciones, risas y bromas. La tensión ha desaparecido. Conversáis un poco, no estáis todos pero decidís ir caminando de vuelta a la casa.

Por el camino, en el centro de la calle, veis un charco de sangre. Seguís charlando y te sientes un afortunado. Te preguntas de quién será y que habrá pasado. Llegas a la casa y recoges tus cosas. Solo han estado allí un rato pero te parece que hace mucho tiempo que las pusiste en ese lugar. Quizás fue esa sensación al dejarlas de no saber cuando las volverías a coger. Te sientas en la mesa y te tomas un café y unos churros. Ves la repetición del encierro por la tele y escuchas atento los comentarios de corredores con muchísima experiencia. Intentas aprender. Te fijas en cada imagen y te das cuenta de lo diferente que se ve en la televisión. Entonces comprendes que los colores sobran. Que lo bonito del encierro no es salir en la tele. Lo importante del encierro eres tú y tus sensaciones, no una foto o un vídeo. Esa sensación anónima, tuya propia, de blanco y rojo. Tú, tus miedos, tu instinto y tu soledad entre tanta gente y con unos toros. La tele como si la quitan, esas sensaciones en esos adoquines no te las quitará nadie, nunca.

El desayuno se alarga y los últimos compañeros van llegando. Cada vez que suena el timbre te alegras. Ves a otro amigo llegar sano y salvo. Algunos han tenido más suerte que otros pero todos están bien y eso es lo importante. No los conoces de hace mucho tiempo pero el encierro une más de lo que parece.

Cuando acaba el desayuno os vais todos juntos al almuerzo. El encierro no ha acabado. Hablas de los toros, de los bueyes, de la gente. Te cuentan anécdotas y experiencias. Les preguntas y les pides consejos. El ambiente es espectacular. Por la tarde vais a la corrida juntos. Sale el toro junto al que corriste dos metros por la mañana. Solo dos metros entre tanta gente. Da igual, lo sientes como tuyo. Te parece mentira, pero todavía tienes el pequeño agujero en el pantalón desde por la mañana. Lo miras como para convencerte de que eso que has vivido es verdad.

Acaba la corrida, sales con las peñas y te tomas algo, pero te das cuenta de que tus compañeros tienen la mente puesta en otro sitio. Beben y lo pasan bien, pero cuando cae la noche no paran de mirar el reloj. Todavía se habla del encierro de por la mañana y ya está la mente puesta en el siguiente. Temprano, mucho más temprano de los que lo ven por la tele piensan, observas como tus compañeros se van dispersando poco a poco. Toca volver a casa para estar descansado a la mañana siguiente. De vuelta te encuentras a mucha gente de fiesta, pero tu fiesta está en otro sitio, a otra hora y de otra forma. Tu fiesta está en un encierro, unos toros y unos bueyes. No te dan envidia. No saben lo que se pierden.

Llegas al hotel y te pegas una ducha. El encierro de esta mañana para ti todavía no ha terminado. Te acuestas y sigues con la imagen de ese toro pasando a tu lado antes de estrellarte contra los adoquines de Pamplona. Piensas como lo tendrías que haber hecho, que habría hecho alguno de tus amigos en tu situación o como lo harás mañana. Al final, el cansancio hace mella y, con la cabeza metida de lleno en Estafeta, te duermes.

Vives San Fermín, corres varios días y vuelves a casa. Tienes una sensación extraña. Te quitas el pañuelo rojo del cuello y sientes que te falta algo. Te falta una parte de ti, te sientes como desnudo, vacío. Lo cuelgas en la pared, cerca de la cama. No lo quieres tener muy lejos. Guardas la ropa blanca y miras el boquete en el pantalón. Te quedas pensando. Pobre de mí, que he vivido el encierro de San Fermín. Dicen que el encierro dura dos minutos y varios segundos, pero tú, ya sabes que el encierro nunca se acabará dentro de ti...

Foto: Navarra.com