lunes, 10 de diciembre de 2012

El "Borracho" en el cerrao "De la tabla"

Esta historieta no es ficticia, es real, como la vida, como el toreo, como el toro. Me vino a la memoria el otro día mientras hablaba con mi abuelo, sentados en la estufa, viendo algunos videos de toros antiguos. Y hablando entre unas cosas y otras mi propia mente, mi subconsciente, me recuerda la historia de "Borracho".

Llegaba yo del colegio con cinco o seis años y había que comer rápido. No me acuerdo fielmente de todo porque era muy pequeño pero sí recuerdo el instinto. Comía a toda prisa, nervioso, lo ensuciaba todo y me ponía perdido, dejaba la mitad del plato pero daba igual. Tras la rápida comida había que cambiarse. Primero la camisa, ayudado por mi madre claro está, posteriormente los pantalones vaqueros y el jersey. Después bajaba corriendo por las escaleras a buscar a las botas camperas. Más que botas eran botitas y, por último, la gorra de campo. Ya estaba listo y a la vez me sentía aliviado, ya mi abuelo no me tenía que esperar.

Después de las carreras mi corazón parecía que se iba a salir del pecho y, como las mascotas cuando esperan a sus dueños, me subía al despacho de mi padre. Desde allí, en silencio, esperaba y escuchaba. Al poco tiempo escuchaba al "Patrol" aparecer por la otra esquina de la calle. Mis nervios aumentaban, bajaba de nuevo las escaleras y cuando llegaba mi abuelo ya estaba en la puerta esperándolo. Generalmente entraba a tomarse un café y eso a mí me molestaba un montón, pero no decía nada, estaba feliz. El café se me hacía eterno. Cuando nos íbamos y me montaba en el "Patrol" me sentía el niño más feliz del planeta.

Recuerdo que sacaba un poquito la cabeza por la ventana para ver el hierro de la ganadería plasmado en la puerta del coche. Lo hacía todos los días, como si se fuese a ir el hierro de allí. El viaje hasta "La Quinta", que no eran más que cinco minutos, se me hacía interminable.

Cuando llegábamos me sentía feliz. Bajaba del coche y me ponía a corretear de un lado para otro. Lo primero que hacía era ir corriendo al despacho de mi abuelo. Entraba antes que él y cuando entraba se me quitaban las prisas. Aquello para mí era como un santuario. Allí se respiraba bravura. Miraba y remiraba las cabezas de toros, los hierros, cuadros y trofeos, pero lo que más me llamaba la atención de aquel magnífico lugar era su olor. Allí olía de una forma especial. Era un aroma antiguo, añejo, campero, bravo. Una delicia. Todavía cuando entro en algún lugar antiguo y huele parecido lo primero de lo que me acuerdo es de aquel despacho.

Y mientras mi abuelo se ponía con los libros, los papeles, el ordenador o alguna otra cosa yo esperaba sentado. Si me aburría me iba a dar una vuelta solo por allí y me sentaba a observar la inmensidad del campo, pero siempre esperaba media hora de cortesía por si había algo especial. Y esa tarde lo hubo. "Vamos al coche" y mis nervios se ponían a cien por hora de nuevo.

Aquella tarde pude comprobar una de las cosas más bonitas del campo bravo, el amor de un ganadero por sus sementales. Recuerdo que íbamos por el carril y a la mitad más o menos nos metimos campo a través. Y justo al lado de un arroyo allí estaba. Era un semental muy viejo y estaba tirado en el suelo cerca del arroyo. Aquel toro estaba esperando la muerte, tumbado hacia el lado derecho, dejando ver a todos su número 81 para que hasta el último momento todos supieran que era él, para que recordasen que era el padre del "Jerezano" y del "Vinatero", para que recordasen su bravura. Pero no hacía falta, nadie lo iba a olvidar.
Uno de los descendientes de "Borracho"
Esa tarde nos fuimos y durante todo el día siguiente no pude dejar de pensar en el "Borracho". Estaba en el colegio y no podía quitar de mi mente ni por un instante aquel toro negro mulato con aquellos pelos blancos alrededor de los ojos por la edad. La espera de esa tarde fue todavía peor. Estaba nervioso por tener noticias de aquel toro. Esperaba tener la noticia, esperaba que hubiese descansado ya para siempre, pero no.

Fuimos a verle de nuevo, seguía allí, en el cerrado "De la tabla", tumbado y todavía vivo. Hubo algo que me llamó la atención y era que a su lado había una especie de plato. Esa mañana le habían dado de comer y para él era el pienso y el agua que llevaba Nicolás, el vaquero, en el coche. Se bajaron mi abuelo y aquel vaquero y le dieron agua y pienso remojado. El "Borracho" a sus dieciocho años ya no tenía muelas y no podía masticar.

En esta tesitura seguimos toda la semana. Aquel semental viejo empezó a ser parte de nuestra rutina. Todas las tardes esperaba nervioso el momento de ir a ver a aquel toro. Tenía muchas ganas de bajarme y verlo más de cerca pero por precaución no me dejaban.

Toda esa semana estuve pensando en él. Hasta que una tarde ya no fuimos a verle. Nadie me dijo nada pero no era difícil entenderlo, el "Borracho" por fin descansó para siempre.
"Borracho" dejó su sello "negro mulato" para siempre en la ganadería
 De esta historia, incluso siendo tan pequeño y casi sin darme cuenta, aprendí varias cosas. Primero el amor de las personas del campo por sus toros y, en especial, por sus sementales. También que el toro bravo es bravo hasta el final. Otra de las cosas que me enseñó aquel toro fue a afrontar la muerte y a saber que uno no se va de este mundo hasta que no le llega su hora. Y, por último y más importante, que en esta vida hay que ser justo, y que si aquel toro había derrochado bravura en la ganadería no se le podía dejar morir de hambre o de sed, había que acompañarlo hasta su último momento al lado del arroyo, en el cerrado "De la tabla".

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