martes, 17 de noviembre de 2015

Arrugas...

Va llegando el invierno, el frío y el agua, la noche cada vez aparece antes y las tardes son mucho más cortas. Las vacas van pariendo y los toros del año que viene todavía están aniñados. Toca pensar, toca ilusionarse. Hay toros que, poco a poco, te van enamorando. Te los imaginas en primavera, rodeados de flores, cuando los días se alargan de nuevo y el sol comienza a apretar. Imaginas a ese becerro, ese que has visto crecer, ese que tu mismo herraste, pisando el albero de La Maestranza una tarde de Abril. Cuatro años de vida, muchas horas junto a ese toro que tanto te ilusiona, se enfrentan a su destino en veinte minutos de lidia. Triunfo o decepción, pero por siempre recuerdo. Jamás lo olvidarás. La candela se va apagando y te saca de tus pensamientos. Echas otro tronco y miras a tu lado. El mayoral mira fijamente el fuego y sus ojos se iluminan por la llama, la llama de la ilusión un invierno más. Un becerro que nace, un semental que se muere, un toro que triunfa entre clamores y otro que desilusiona. La vida, el destino en unos ojos, en una mirada, en una candela. Cientos de arrugas llenan sus manos. Esas manos que apuntaron en la libreta a ese becerro recién nacido que se mete en tus pensamientos en esta tarde de invierno. Las mismas que amarraron a aquel otro que triunfó en Bilbao para curarlo del ojo. Cuantas cosas habrán vivido esas manos...

Esas manos que apuntaron a ese becerro recién nacido...
...y amarraron a aquel toro que alcanzó la gloria en Bilbao...
Cuando un niño nace tiene las manos suaves y lisas, aún están en blanco. A medida que crece, su vida se va escribiendo en el libro de su piel. Cada arruga es un recuerdo, cada cicatriz una vivencia ¿Cuantos toros habrá entre las arrugas de las manos del mayoral? Esas manos que cierran puertas a tiempo el día del embarque, las que amarran la cola del caballo para que no se le llene de barro en estos días de invierno. Las mismas que saben hacer un buen porro y a la vez tienen la precisión suficiente para tirárselo al toro rebelde en el momento justo ¿Cuánta experiencia guardan? Esos dedos firmes, con la misma navaja con la que hizo el porro, fueron las que le hicieron la señal de oreja a ese toro que se lidiará el año que viene. Con ese tacto fue criado aquella becerra abandonada que salió tan buena en el tentadero y el toro colorado que todavía hoy, ya con cuatro años, se deja acariciar.

Esas manos que cierran la última puerta el día del embarque...
...las que amarran la cola del caballo los días de agua...
...que saben hacer un buen porro...
...y tirárselo al toro rebelde en el momento justo...
...las que con la misma navaja...
...le hicieron la señal de oreja al toro de tus pensamientos...
...entre las que se crió aquella becerra...
...y las que todavía echa de menos el toro colorado...
El primer caballo que montaste lo domó él. Muchas tardes de verano, casi al atardecer, le dieron cuerda a aquel potro cuando tu todavía eras un niño. Esas manos fueron las tuyas cuando tuviste que aprender a coger las riendas y la vara de acebuche a la vez. Muchos de los recuerdos que guardas en tu memoria están escritos ahí, en esas arrugas...

Las que le dieron cuerda a aquel potro en las tardes de verano...
...y fueron las tuyas cuando cogiste las riendas y la vara a la vez...
El tronco que echaste antes ya arde fuerte y te tienes que separar. Echas la silla hacia atrás y el mayoral se levanta a por un café. Te empieza a hablar de los toros de la próxima camada mientras la lluvia golpea en la ventana. Le hablas del toro que te ilusiona y recuerda el tentadero de su madre y cuantos puyazos le dio. Hace ya diez años, pero sigue escrito ahí, como si fuese ayer. De esa vaca, se va a la abuela y de la abuela, al semental. Tu escuchas atento, callado, disfrutando. Parece que tiene la libreta entre las manos, igual que cuando hace los lotes y mira las reatas, pero no le hace falta. No te mira a ti, habla mirando a la candela, pero tu no paras de mirarle las manos. 

El tronco que echaste ya arde fuerte y te tienes que separar...
...recuerda los puyazos que le dio mientras habla de reatas...
...como si tuviese la libreta entre las manos...
La conversación sigue y apura el cigarro como hace cada mañana encima de su caballo. El tabaco, el café, la candela y la humedad de la casa empapan el ambiente de un olor fuerte pero mágico. De las reatas de toros, pasa a los caballos, de los caballos a las herraduras... y el fuego se vuelve a venir abajo. Te da la sensación de que los troncos se consumen demasiado rápido esta tarde...

Apura el cigarro como cada mañana encima de su caballo...
...te habla de toros, de reatas, de caballos, de herraduras...
...mientras la llama abraza a los rescoldos que se van apagando...
Al echar el siguiente tronco recuerda a un mayoral de los antiguos, de los que vestían de corto todos los días. Habla con muchas pausas, con mucha nostalgia. Narra su juventud y las charlas con aquel hombre tan mayor, lleno de arrugas, a la luz de la candela los días de invierno. Se para muchísimo, como si aquel hombre tan sabio fuese su ídolo de pequeño. Recuerda como le enseñó a limpiar los pilares de los toros para que bebiesen mejor, con una escoba de clavellina, de las que hacían los antiguos cuando no había otra cosa. La maestría de aquel hombre para encontrar a los becerros cuando las vacas los escondían, esa misma destreza que utiliza él para enchapar a los becerros desde lo alto del caballo a día de hoy...

Como le enseñó a limpiar los pilares de los toros con escobas de clavellina...
...y la maestría para encontrar a los becerros, como él hace hoy...
La conversación seguía pero el mayoral estaba mucho más serio, más metido en las arrugas de sus manos que nunca. La candela brillaba en los ojos de aquel hombre mientras su mirada se perdía entre las llamas de su recuerdo. Aquel mayoral antiguo parecía estar allí presente en ese momento. No le ponías cara, pero lo imaginabas a caballo por los patios del cortijo, al paso. El tronco que ardía chascaba y parecían los cascos del caballo por el empedrado...

No le ponías cara pero lo imaginabas...
El mayoral paró de hablar y se hizo el silencio por unos minutos. Fuera había escampado. Estaba más pensativo que nunca y bajó la mirada. Se quedó unos segundos mirando sus manos y se dio cuenta que aún tenía puestas las polainas. Tu te levantaste de la silla y rompiste el silencio. Era el momento de irse. El mayoral te despidió agradable mientras se quitaba las polainas. Le costaba quitarse las presillas. Dijo que con el frío le dolían las manos, pero tú sabías que no era eso. No cabían más recuerdos. Eran como un pergamino antiguo. Miles de historias, miles de toros y vacas, de caballos, se agolpaban en cada centímetro de su piel. Cada arruga era un recuerdo. Saliste de la casa asombrado, mirándote las manos. Estaban jóvenes, pero ya se vislumbraban algunas arrugas. Las miraste una por una, como queriendo adivinar cual sería la de aquel toro y cual la de esa tarde inolvidable, a la luz de la candela, con el mayoral...