El encierro no comienza con un cohete, el encierro comienza cuando de pequeño te pones un pañuelo rojo al cuello y ves los encierros por la tele, con los nervios y la ilusión de un niño que quizás ni es consciente de lo que ve. Comienza hablando con amigos, expertos corredores, pidiendo consejo. Desde las zapatillas, el tramo donde correr, las diferentes situaciones y hasta las sensaciones. Porque el encierro es eso, esas sensaciones.
El encierro no es una carrera, ni varios toros rodeados de bueyes y de gente. No es una foto o una camiseta de color. El encierro es levantarte a las seis de la mañana y caminar solo, vestido de blanco y rojo, desde el hotel hasta donde has quedado con tus amigos. Lo que piensas en ese paseo solitario es el encierro. Te encuentras a gente riendo, bailando, alguno borracho y a otros desayunando. Tu vas mirando al suelo como perdido, serio y con el corazón encogido. Ahí te molesta todo, la música, las risas, el griterío y hasta el ruido que hacen tus zapatillas al rozar los adoquines.
El encierro es esperar a tus compañeros un rato porque no podías dormir y has salido antes. Es caminar juntos, en silencio, sin querer coger por el recorrido, evitando la gente y cualquier ruido posible. Apenas se habla, no salen las palabras. Se crea una atmósfera especial. Los mismos, a la misma hora, por el mismo camino y con el mismo destino, o quizás diferente, quien sabe.
El encierro es dejar todas tus pertenencias en casa de un amigo. Cada uno las deja en un sitio, un sitio que con los días se acaba volviendo tu sitio, ya sea por superstición o por costumbre. Tus amigos se vuelven tu equipo. Vais juntos desde la casa hasta un lugar cercano al recorrido pero apartado, donde el bullicio no molesta y no rompe esa calma tensa que lo envuelve todo. Allí saludas a otros corredores, amigos y compañeros de batalla. Calientas un poco, hablas algo para intentar aliviar tensión y todos juntos, vais dirección al encierro.
Allí todo cambia. La calma tensa dejar de ser calma y se queda todo en pura tensión. Atraviesas el vallado por debajo de algún fotógrafo, algún guiri o algún joven que todavía sigue de fiesta. Ni te das cuenta. Estás tan metido en tus pensamientos que llegas casi porque sigues a los tuyos. Esperas en la cuesta de Santo Domingo y salen los miedos de cada uno. Entre la multitud te abres paso para ir a ver al Santo. Vas solo, como en una liturgia que tu mismo creas. Eres tú, tus miedos, tus pensamientos y nadie más. Hay veces que te cuesta andar entre tanta gente. No te explicas como pueden pasar por ahí los toros y los bueyes. Llegas al Santo, lo miras y piensas. Algunos rezan, otros besan alguna medalla o alguna foto. Todos metidos en su liturgia. Aquel trozo de calle se convierte en una especie de capilla de plaza de toros, pero sin oro ni plata. Solo unos pañuelos y unos periódicos.
Terminas de pensar, miras al cielo por un segundo y te vuelves entre la multitud. No te quedas al cántico, cada uno tiene sus costumbres. Caminas despacio entre tanta gente, por donde puedes, hasta llegar a donde están los tuyos. Se forma un corro improvisado. Se habla poco. De vez en cuando, sin decir nada, alguno se va caminando despacio. Nadie pregunta a donde va. Irá a ver a San Fermín, a saludar a algún conocido o a donde quiera. Tú te quedas allí, mirando a todas partes, esperando a que llegue la hora.
Los minutos pasan muy lentos. Se hace eterna la espera. Preguntas la hora. Todavía queda. Miras a tu alrededor y ves la tensión en las caras, hasta en los corredores más expertos. Miradas perdidas. Nervios. Pies inquietos. Hasta que llega el momento. Uno del grupo anima a los demás a partir con un simple "vamos". Todos empiezan a caminar por el recorrido entre la gente y ves como tus compañeros se van separando. Les deseas suerte y ellos a ti. Cada uno va buscando su lugar, su sitio en el recorrido, su destino. Entonces te quedas solo.
Ya no hay compañeros, ni amigos, ni expertos corredores que te indiquen. Ahí estás tu solo, con tus miedos, tu instinto y tus reflejos. Te amarras las zapatillas y nunca te parecen que estén lo suficientemente apretadas. A tu alrededor un montón de gente desconocida espera. Ves a un grupo de guiris riéndose a carcajadas y te pones todavía más nervioso ¿Sabrán en realidad lo que hacen aquí? Intentas abstraerte mirando hacia arriba pero es peor. Cientos de personas miran hacia abajo desde los balcones. Desayunan, se ríen, hacen fotos. Te sientes pequeño, indefenso, solo. Pegas unos saltos no por calentar, sino por soltar los nervios. Ya no puedes más.
De repente, a lo lejos, escuchas el cohete. Entonces la calle parece que empieza a hervir. Desde los balcones la gente grita. Los corredores saltan y tu saltas también. Intentas ver algo, los toros, los bueyes, un pastor o lo que sea, pero lo único que empiezas a ver es gente corriendo en estampida, con la cara desencajada, huyendo de algo que tu conoces pero no eres capaz de ver. Aguantas allí quieto como puedes, dejando pasar a gente que corre a lo loco, apartándola con las manos. Entonces a lo lejos escuchas los cencerros. El griterío aumenta. Ves los flashes desde los balcones. La manada se acerca. Antes de que te des cuenta la tienes encima. Escuchas como las pezuñas arañan los adoquines como cuchillas. Intentas meterte pero no puedes. Codazos, empujones y golpes. Ves un par de toros algo más rezagados y lo intentas. Corres un poco al lado de un toro, solo un par de metros. Parece que vas en una nube, no te lo crees. Miras hacia delante y ves a alguien en el suelo. Intentas saltarlo pero te tropiezas y te caes. Da igual. Has corrido junto a un toro en Pamplona. Solo un par de metros, pero lo has hecho. Te levantas y por inercia sigues corriendo unos metros más, por puro instinto. Pero luego piensas, te pegas a la pared y dejas pasar a los bueyes escoba con una sonrisa en la cara.
Entonces crees que el encierro ha terminado, pero te equivocas. Caminas casi flotando por esos adoquines y esas rayas blancas que tantas y tantas veces has visto por la tele. Vas ya en sentido contrario al recorrido. Empiezas a acordarte de tus compañeros. Te preocupas. Poco a poco, entre la multitud de gente van apareciendo. Ahora sí se habla. Preguntas que tal y ellos te preguntan. Se intercambian sensaciones, risas y bromas. La tensión ha desaparecido. Conversáis un poco, no estáis todos pero decidís ir caminando de vuelta a la casa.
Por el camino, en el centro de la calle, veis un charco de sangre. Seguís charlando y te sientes un afortunado. Te preguntas de quién será y que habrá pasado. Llegas a la casa y recoges tus cosas. Solo han estado allí un rato pero te parece que hace mucho tiempo que las pusiste en ese lugar. Quizás fue esa sensación al dejarlas de no saber cuando las volverías a coger. Te sientas en la mesa y te tomas un café y unos churros. Ves la repetición del encierro por la tele y escuchas atento los comentarios de corredores con muchísima experiencia. Intentas aprender. Te fijas en cada imagen y te das cuenta de lo diferente que se ve en la televisión. Entonces comprendes que los colores sobran. Que lo bonito del encierro no es salir en la tele. Lo importante del encierro eres tú y tus sensaciones, no una foto o un vídeo. Esa sensación anónima, tuya propia, de blanco y rojo. Tú, tus miedos, tu instinto y tu soledad entre tanta gente y con unos toros. La tele como si la quitan, esas sensaciones en esos adoquines no te las quitará nadie, nunca.
El desayuno se alarga y los últimos compañeros van llegando. Cada vez que suena el timbre te alegras. Ves a otro amigo llegar sano y salvo. Algunos han tenido más suerte que otros pero todos están bien y eso es lo importante. No los conoces de hace mucho tiempo pero el encierro une más de lo que parece.
Cuando acaba el desayuno os vais todos juntos al almuerzo. El encierro no ha acabado. Hablas de los toros, de los bueyes, de la gente. Te cuentan anécdotas y experiencias. Les preguntas y les pides consejos. El ambiente es espectacular. Por la tarde vais a la corrida juntos. Sale el toro junto al que corriste dos metros por la mañana. Solo dos metros entre tanta gente. Da igual, lo sientes como tuyo. Te parece mentira, pero todavía tienes el pequeño agujero en el pantalón desde por la mañana. Lo miras como para convencerte de que eso que has vivido es verdad.
Acaba la corrida, sales con las peñas y te tomas algo, pero te das cuenta de que tus compañeros tienen la mente puesta en otro sitio. Beben y lo pasan bien, pero cuando cae la noche no paran de mirar el reloj. Todavía se habla del encierro de por la mañana y ya está la mente puesta en el siguiente. Temprano, mucho más temprano de los que lo ven por la tele piensan, observas como tus compañeros se van dispersando poco a poco. Toca volver a casa para estar descansado a la mañana siguiente. De vuelta te encuentras a mucha gente de fiesta, pero tu fiesta está en otro sitio, a otra hora y de otra forma. Tu fiesta está en un encierro, unos toros y unos bueyes. No te dan envidia. No saben lo que se pierden.
Llegas al hotel y te pegas una ducha. El encierro de esta mañana para ti todavía no ha terminado. Te acuestas y sigues con la imagen de ese toro pasando a tu lado antes de estrellarte contra los adoquines de Pamplona. Piensas como lo tendrías que haber hecho, que habría hecho alguno de tus amigos en tu situación o como lo harás mañana. Al final, el cansancio hace mella y, con la cabeza metida de lleno en Estafeta, te duermes.
Vives San Fermín, corres varios días y vuelves a casa. Tienes una sensación extraña. Te quitas el pañuelo rojo del cuello y sientes que te falta algo. Te falta una parte de ti, te sientes como desnudo, vacío. Lo cuelgas en la pared, cerca de la cama. No lo quieres tener muy lejos. Guardas la ropa blanca y miras el boquete en el pantalón. Te quedas pensando. Pobre de mí, que he vivido el encierro de San Fermín. Dicen que el encierro dura dos minutos y varios segundos, pero tú, ya sabes que el encierro nunca se acabará dentro de ti...
Foto: Navarra.com |