Siempre me ha llamado la atención lo inconsciente que podemos ser a ojos de los demás, pero eso es, ni más ni menos, porque nadie sabe lo que es tener nuestro objetivo en la cabeza. Cada uno tiene el suyo y lo que a nosotros nos parece una locura a otra persona le puede parecer lo más sensato del mundo. Hay muchos riesgos que asumimos a lo largo de nuestra vida, pero sin esos riesgos ¿qué sería vivir?
Quizás sea una locura ponerse delante de una manada de toros en una calle estrecha, rodeado de cientos de personas. Muchos tienen una meta, que podrán conseguir o no. La búsqueda del riesgo, de la adrenalina, de un sentimiento. Otros corren sin saber muy bien a donde van y también los hay que se limitan a mirar desde un lado viendo pasar el encierro. ¿Es una locura? Quizás sí o quizás no. Depende de lo que tengas en tu cabeza, en tu pensamiento. Tal vez ese riesgo merezca la pena solo por la sensación de un segundo, un segundo que siempre mantendrás en tu memoria. El momento, la calle, el toro. Los sonidos y hasta el olor. Pasan los años y no lo olvidarás. Seguro que ya no te acuerdas del riesgo, pero ese segundo, esa sensación, seguirá siempre ahí.
En la vida ocurre lo mismo. Quizás estábamos todos corriendo el encierro de Pamplona y no lo sabíamos. Nos hemos dado cuenta ahora. La explosividad de la niñez era la cuesta de Santo Domingo, donde todo pasó rápido, pero a la vez lento, de forma muy intensa, donde pequeños instantes te marcarían para el resto de tu existencia. El sol nos deslumbró en Mercaderes con velocidad, donde vislumbramos la vida en la adolescencia. Todo parecía claridad. El "chocazo" en la curva fue una vuelta a la realidad, pasamos a ser adultos y luego, entramos en una calle larga donde la marea de gente y situaciones nos llevó. Estafeta es la madurez del hombre, ahí las grandes personas se hacen más grandes y a los pequeños se los come esa calle oscura con grandes edificios y se pierden a los lados entre los demás corredores. Por último, ya con inercia, iniciamos una bajada donde los más importantes dan sus últimas pinceladas y dejan su sello, para acabar todos en la plaza, donde cada uno alcanza su destino, su final. La existencia, en el encierro.
Quizás los problemas de la vida eran esos seis toros con puntas astifinas, los más grandes del campo bravo. Cada uno los sorteaba como podía corriendo en su tramo. Alguno se lucía y se los dejaba llegar con riesgo. Otro, arrollado, se caía delante de ellos esperando que pasasen sin más, gracias al capotillo de San Fermín y los más desafortunados se llevaban la cornada. Al final, todos disfrutábamos en mayor o en menor medida de esa carrera que es la vida, de esos toros y de ese riesgo ¿Qué sería la vida sin eso?
Pero cuando más cerca llevábamos a ese toro, cuando quizás estábamos disfrutando más de esa carrera, cada uno con sus riesgos y sus objetivos, nos encontramos de frente el montón. Íbamos mirando hacia atrás, hacia ese toro que tanto riesgo traía y el coronavirus nos frenó en seco.
No hubo mucho tiempo a reaccionar. Quedamos atrapados de lleno. Confinados y aplastados por una muchedumbre de gente. Intentábamos salir pero no podíamos. Nuestros problemas anteriores llegaron y allí se quedaron atrapados también. Con sus puntas astifinas sin poderse mover tampoco, inofensivos ante tal montón. Braceábamos y hacíamos toda la fuerza que nos salía del alma por intentar escapar pero no podíamos, agobiados y angustiados ante una situación que no podíamos controlar. El montón nos había cortado la carrera, el coronavirus nos había cortado la vida. Ahora los toros, nuestros problemas de siempre, eran lo de menos.
No hubo mucho tiempo a reaccionar. Quedamos atrapados de lleno. Confinados y aplastados por una muchedumbre de gente. Intentábamos salir pero no podíamos. Nuestros problemas anteriores llegaron y allí se quedaron atrapados también. Con sus puntas astifinas sin poderse mover tampoco, inofensivos ante tal montón. Braceábamos y hacíamos toda la fuerza que nos salía del alma por intentar escapar pero no podíamos, agobiados y angustiados ante una situación que no podíamos controlar. El montón nos había cortado la carrera, el coronavirus nos había cortado la vida. Ahora los toros, nuestros problemas de siempre, eran lo de menos.
La situación era dramática. Confinados sin poder salir, nuestra vida, el encierro, había cambiado por completo. Y cuando menos lo pensábamos esos toros salieron por un lado. Sin darnos cuenta si quiera, cogieron el callejón y desaparecieron. Nuestras prioridades eran otras. La gente se ahogaba debajo, aplastados por el coronavirus. Otros esperaban poder salir vivos de allí, daba igual como. Fueron segundos que se hicieron eternos. Los sanitarios ayudaban a sacar a los corredores de debajo a tirones. Los policías, con su capote, metían a los toros en los corrales. La gente, desde el balcón del tendido, aplaudía. Poco a poco, el montón se fue deshaciendo y aquello acabó.
Muchos miraban para atrás. Allí quedaban los zapatos, solos, desparejados, sin dueño, sin que nadie los reclamase. Nunca más se los volverían a poner. Los restos de los caídos en aquel desgraciado montón, los restos de los caídos en el dichoso coronavirus. Sin embargo aquel hombre no miraba para atrás. Caminaba por la arena deshecho, hacia delante, con la mirada perdida hacia el suelo, pensando en lo que había pasado, pensando quizás que se habían acabado definitivamente los encierros de Pamplona. En ese momento pasó por su mente que el encierro cambiaría para siempre, que no volveríamos a sentir las astifinas puntas a centímetros de la camiseta blanca, que nuestra vida sería otra, que las pezuñas no volverían a sonar por Estafeta.
Aquella tarde fue diferente. Intentaba seguir como siempre pero no podía. Fue duro seguir adelante después de aquel montón, de aquella situación vivida. Había sentido el riesgo más cerca que nunca. Quizás se lo recordaron muchas veces aquella noche, pero pasado aquel trance, allí estaba otra vez, a la mañana siguiente. Su objetivo no había cambiado, le cantaba al Santo antes de ir a buscar su sitio, como siempre, y sacó raza. Era día 14 y sus antiguos problemas habían crecido, llevaban el hierro de Miura, pero tiró para delante. Aquel montón no se le olvidó jamás, ni aquellas caras, ni aquellos zapatos, pero sonó el cohete. Ese cohete que anunciaba el final del coronavirus y el principio del encierro, el principio de la vida. Los bueyes salieron, los cencerros retumbaban por la calle, los nervios y el griterío. La marea de gente que cada vez se acerca más deprisa. El encierro siguió su curso y, dejándose los toros llegar, la vida siguió corriendo hacia la plaza...
Ánimo a toda la gente de Pamplona, a todos los aficionados al toro y, en especial, a todos mis amigos. Ya mismo estamos viendo toros en la calle y en la plaza ¡Viva San Fermín!