sábado, 26 de noviembre de 2016

La llama de la afición...

Era una espléndida mañana de primavera y dos caballos paseaban despacio por un bonito manto de flores multicolores. El sonido de los cascos rasgando la hierba se mezclaba con el crujir del cuero de la montura. Un mismo paseo para dos vidas muy distintas. Aquel era de los primeros paseos para él, un niño aficionado al campo que con tan solo 8 años descubría un universo increíble, un mundo que se abría lleno de historias y secretos para una mente tremendamente curiosa. Él escuchaba atento y curioso pero tímido y callado las historias de aquel viejo mayoral que aquella mañana se despedía. En aquellos andares a caballo aquel hombre se despedía del campo, de los toros y las vacas, de los caballos y casi de su vida, pero el tiempo no perdona y había llegado el momento de la jubilación.

Dos caballos paseaban despacio por un bonito manto de flores...
Como en cada paseo le contaba historias a aquel niño. Le hablaba de aquellos toros célebres que había conocido, de vaqueros antiguos, de percances y caídas, de bueyes y hasta de tentaderos. Solo cortaba algunas de sus hazañas para decirle al joven que cogiese bien las riendas, que embelesado con aquellas anécdotas se le hacían un lío entre las manos. Los dos sabían que aquella mañana era especial. El niño parecía más despistado que nunca, miraba al suelo constantemente, casi contando los pasos que daba su caballo. El viejo mayoral contaba todavía más historias que de costumbre y mucho más profundas. Parecía estar repasando su propia vida, como si quisiese llevarse todos sus recuerdos y no dejar ninguno en aquel lugar. Entonces le contó a aquel niño un secreto, su mayor secreto, la historia más bonita que le había regalado el campo bravo:

" Era un atardecer precioso y estaban las vacas empezando a parir. Casi siempre iba a repasar las vacas a caballo pero aquella mañana estuvimos recogiendo utreros del monte y tenía al Furia muy cansado y decidí dejarlo descansar, que a los buenos amigos hay que cuidarlos. Entonces hijo mío, en este mismo cerrado, allí detrás de aquellos acebuches al caer del cerro, vi la cosa más bonita que he visto jamás. Estaba ya la vaca echada cuando llegué y me escondí entre los acebuches. La 778 Remirada era, no se me olvida y hace una piara de años de aquello. Mira que es bonito ver un toro bravo morir y luchar por su vida, pues no te imaginas lo bonito que es ver un toro bravo nacer. Es como un misterio que casi nadie ha visto, un secreto que la naturaleza casi nunca enseña. Lo más íntimo y bello del campo. Yo solo lo vi aquella vez y mira que he intentado verlo veces, pero casi que hay que ser una vaca para tener esa suerte..."

Entonces el mayoral era el que miraba hacia abajo, a los cascos de su caballo, mientras aquel niño, callado, miraba al hombre con los ojos como platos. El mayoral paró de hablar por unos minutos, casi escondido en su gorra, pensando en las historias que se llevaba, en que se iba para siempre y casi avergonzado de haber contado aquel secreto que la naturaleza le regaló aquella tarde. Confiaba en que aquel niño despistado no se hubiese enterado de nada, pero no sabía que acababa de sembrar la semilla de la afición, la primera chispa de una llama que jamás se consumiría, en aquella pequeña mente de 8 años.

Aquel último paseo terminó como siempre, el mayoral siguió hablando pero historias mucho más superficiales, de toros actuales, de la lluvia y de la primavera, como queriendo esquivar lo más profundo de su corazón, aunque ya era tarde. El niño siguió haciéndose el despistado jugueteando con las riendas, pero con las orejas puestas a lo que contaba aquel hombre.

El mayoral siguió hablando de la lluvia y la primavera, de toros actuales...
Pasó mucho tiempo de aquello y aquel niño fue creciendo. Se hizo un buen aficionado y montaba a caballo lo que los estudios le dejaban siempre con el recuerdo del viejo mayoral en la cabeza y con aquella última historia tan bella que había escuchado de niño. No se acordaba muy bien de los detalles, pero el misterio había crecido en su mente. Por otra parte el hombre estaba más torpe por la edad y se dedicaba a disfrutar de la familia, a dar un paseito por las tardes y de ir siempre al mismo bar a tomarse un café y a ver los toros cuando los televisaban.

Aquel chaval se fue del pueblo y dejó un poco de lado los toros y el campo por culpa de los estudios, pero nunca había olvidado aquella historia, aquel secreto. Pasados los años, con la carrera acabada, volvió al campo, allí donde llevaba tanto tiempo queriendo volver, allí donde tenía una cuenta pendiente. Era principios de otoño y las vacas iban a empezar a parir y él lo sabía, no había olvidado las enseñanzas de aquel hombre. Al principio iba a caballo y pasaba largas horas observando las vacas. Saboreaba aquellos momentos, el aroma del campo, el canto de los pájaros, el andar de su caballo y hasta el tacto de las riendas que le convertían de nuevo en un niño. Le había comentado a mayorales actuales su intención de ver una vaca parir y lo ponían de loco, todos le decían que era casi imposible. En ese casi entraba la historia de aquel viejo mayoral, su obsesión y su esperanza.

 A caballo las vacas estaban tranquilas pero el joven se dio cuenta de que un simple resoplido de su compañero, el movimiento de la cola al espantar las moscas o incluso el chasquido del bocado les recordaba que él estaba allí observándolas. Entonces se acordó de que en aquella historia el viejo mayoral iba a pie y decidió imitarlo. Al principio las vacas se espantaban o incluso hacían por arrancarse. Aquella silueta negra, al atardecer, con los pitones apuntando al sol que ya se iba transmitían belleza y peligro casi por igual, pero él decidía asumir el riesgo y entendía que un secreto tan bonito tenía que estar bien guardado.

Aquella silueta negra con los pitones apuntando al sol que ya se iba...
A los pocos días las vacas ya estaban acostumbradas a la presencia de aquel raro chaval que las observaba curioso, desde el amanecer al anochecer, sentado entre el pasto. Una de aquellas mañanas una vaca ya llevaba tras ella un precioso recién nacido que corría entre los primeros rayos de luz. Por la velocidad del becerrillo no había nacido aquella misma noche, ya tenía varios días. Aquella vaca había parido, había escondido el becerro y le había dado de mamar cada día y él no se había dado ni cuenta.

Una de aquellas mañanas una vaca ya llevaba tras ella un precioso becerrillo...
Pasaban los días y el campo se iba llenando de becerros que nacían de noche, estaban escondidos o no sabía muy bien de donde salían. Poco a poco empezó a aprender que vaca estaba a punto de parir. Aprovechaba cuando se rascaban para ver como les iba creciendo la ubre poco a poco días antes del parto. Se conocía que becerro era de cada vaca y hasta donde los escondían.

Aprovechaba cuando se rascaban para ver como les iba creciendo la ubre...
...y se conocía que becerro era de cada vaca...
Cuando una vaca estaba a punto de parir se dio cuenta que se apartaba de las demás. Él las seguía pero las vacas siempre notaban su presencia. O lo olían, o lo veían o incluso lo intuían detrás de ellas y aunque no se asustaban de él, se volvían con las demás y esperaban hasta por la noche cuando él no estuviese.

Cuando una vaca estaba a punto de parir se apartaba de las demás...
Llegó un momento en que casi se le olvidó el misterio de ver a una vaca parir, disfrutaba viendo los becerros correr a la llamada de sus madres para darles de mamar, como curioseaban el mundo tras los cardos, como jugaban echados, con ellos mismos, con sus compañeros y hasta con el sol.

Disfrutaba viendo a los becerros corretear...
...a la llamada de sus madres...
...para darles de mamar...
... veía como descubrían el mundo tras los cardos...
...como jugueteaban echados...
...con sus compañeros o con ellos mismos...
...y hasta con el sol que bajaba al atardecer...
Le gustaba ir a ver a los becerros recién nacidos mientras dormían al mediodía, allí donde las vacas los dejaban escondidos. Al principio alguna vaca venía desconfiada y olía a su becerro. Otra se quedaba mirando atenta por si a su becerro le pasase algo responder con una arrancada, pero él conocía a las vacas tan bien y él tan bien a ellas que algunas ni lo miraban. Se sentaba junto a los becerros y los veía soñar. Le gustaba imaginar en lo que soñaban. Una plaza importante, un capote, una muleta, el indulto. Les miraba las pezuñas todavía tiernas y las imaginaba arañando el albero empujando el peto con bravura. Cuando se despertaban le gustaba mirarles a los ojos y descifrar que llevaban dentro. Algunos se levantaban y se encampanaban desafiantes, pero otros se acercaban amistosos e incluso le seguían.

Disfrutaba buscando a los becerros recién nacidos escondidos...
...al principio alguna vaca venía y olía a su becerro desconfiada...
...otra se quedaba atenta mirando desde lejos pero algunas ni lo miraban...
...se sentaba junto a los becerros y se imaginaba en lo que soñaban...
...un capote, una muleta, el indulto...
...aquellas tiernas pezuñas arañando el albero mientras empujaban en el peto...
...cuando se despertaban los miraba a los ojos y descifraba lo que llevaban dentro...
...alguno se encampanaba desafiante...
...pero otros se acercaban amistosos...
También descubrió que el sueño del poeta D.Fernando Villalón no estaba tan lejos de la realidad. Algunos becerros cuando estaban recién nacidos, sobre todo los de capa clara, tenían en los ojos matices verdosos. Él no sabía que ese era un pequeño secreto que la naturaleza le daba como recompensa a su paciencia.

Algunos becerros, los de capa más clara...
...tenían el sueño de aquel poeta en la mirada...
Seguía disfrutando del campo, pero llevaba ya varios días detrás de una vaca. Era una vaca mulata tocada de un pitón, de las más nobles de la piara y de las que más cerca le dejaba ponerse. Podía ser la vaca que cumpliese su sueño. Estaba a punto de parir y haciéndose la despistada se fue apartando poco a poco de las demás. Él la siguió con sigilo, haciéndose el despistado también. La vaca ni lo miró. Estaba seguro de que esta vez no se le escapaba. Se alejó bastante de las demás, hasta detrás del cerro donde parió aquella vaca que vio el viejo mayoral. Olió el pasto inquieta y se echó. Él se metió entre los acebuches y esperó. Estaba nervioso y sudando, se sentía aquel mayoral, esperando el momento. Entonces la vaca, tras unos minutos, se levantó y volvió con las demás. Él no entendía que había pasado pero estaba seguro de que la vaca iba a parir. Esperó hasta que se hizo de noche y la vaca no se volvió a separar de las demás.

A la mañana siguiente, antes de que saliese el sol ya estaba en el campo. Se fue directo al sitio donde la vaca se había echado pero esta vez entró por el lado contrario, para que ella no lo viese. Cuando llegó la vaca estaba mirando hacia el otro lado, a los acebuches, como si esperase que él estuviese dentro. Le colgaba un hilo rosáceo y debajo tenía una pequeña becerrilla todavía húmeda que acababa de nacer. La esperanza se rompía una vez más. Se sentó desilusionado junto a la vaca y la recién nacida. El sol iba saliendo y él miraba a la vaca preguntándose porque no le había mostrado aquel secreto. La vaca le dio el calostro a la becerrilla y a media mañana ya había expulsado las pares y empezaba a comérselas por instinto, para no dejar rastro. El pueblo contemplaba desde lejos y él empezaba a plantearse que hacía tanto tiempo allí entre las vacas.

Cuando llegó miraba hacia los acebuches mientras un hilo rosáceo le colgaba...
...se sentó junto a la vaca y su becerrilla...
...a media mañana la vaca había expulsado las pares...
...y empezaba a comérselas por instinto...
...mientras el pueblo miraba a lo lejos...
Aquella tarde fue otra vez a ver a la vaca mulata. La becerra, mucho más espabilada, jugaba a meterse por debajo de la cabeza de su madre y entre sus patas. Seguía preguntándose que hacía allí, desilusionado y un poco cabreado. Estuvo un rato paseando por el cerrado, dándole vueltas a la cabeza. Cansado de buscar un imposible decidió irse a casa y no volver. Además ya no había vacas que fuesen a parir en esos días. Aquel atardecer, sin que él lo supiese, las vacas con sus becerros, aquellos becerros que él había visto hasta soñar, correteaban por el cerrado buscando a su extraño compañero, igual que buscaron un día al viejo vaquero.

La becerrilla jugaba a meterse por debajo de la cabeza de su madre...
...y entre las patas, mientras él desilusionado...
...decidió irse a casa y no volver...
...y aquel atardecer las vacas y sus becerros corretearon buscando a su compañero...
Pasaron casi dos meses y echaba de menos aquellos días entre las vacas. Apenas se acordaba de la desilusión y la incertidumbre le comía por dentro. La luna estaba creciendo y él sabía que es cuando más paren las vacas. Aquella noche apenas durmió, inquieto y nervioso. A medida que el sol aparecía en el nuevo día, él aparecía de nuevo entre sus vacas. Cuando llegó le costó reconocer a aquellos becerros que había visto recién nacidos, pero ellos si parecían conocerle a él. Aquella becerrilla mulata, mucho más grande, parecía saltar de alegría y asustaba a un becerrito macho con la barriga blanca que él no conocía. Habría nacido esos días. Las vacas al principio desconfiaban un poco pero enseguida lo conocieron y se relajaron. El becerrito de la barriga blanca, sin saber que pasaba, se acercaba curioso pero cuando él lo miraba salía corriendo desconfiado.

El sol anunciaba el nuevo día y el aparecía de nuevo entre las vacas...
...aquella becerrilla mulata saltaba de alegría y asustaba a un becerrillo...
...que se acercaba curioso pero salía corriendo desconfiado...
Había pasado mucho tiempo y todo había cambiado. Los primeros becerros habían crecido muchísimo y ya jugaban a pelearse. A los más pequeños no los conocía pero no tardó en saber de que vaca era cada uno. Había vacas muy cargadas, casi para parir, que él antes pensaba que incluso no estaban preñadas. Con tantos cambios estuvo entretenido casi todo el día. Intentaba descifrar el comportamiento de los nuevos, se quedaba asombrado con el cambio de los que conocía y hasta le impresionaba lo que había cambiado el campo. El polvo y el pasto habían desaparecido y habían dejado paso al barro y a una excelente otoñada.

Los primeros becerros habían crecido mucho...
...y ya jugaban a pelearse...
No faltaba mucho para que el sol se pusiese por el horizonte y el frío de noviembre se empezaba a notar. Con aquel misterio casi en el olvido, ya habiendo asumido que era imposible, decidió irse a casa. Ni se le ocurría intentarlo, no servía para nada. Entonces, una de las vacas que estaba para parir, una utrera que no había parido nunca, empezó a alejarse de las otras poco a poco. Iba a esperar para irse tras ella sigilosamente, como había hecho tantas veces sin resultado, pero entonces recordó unas palabras que tenía grabadas en la memoria, en la memoria de un niño de 8 años: "...casi hay que ser una vaca para tener esa suerte..." Aquellas palabras retumbaban en su cabeza con la voz de aquel viejo mayoral y actuó como si fuese una vaca. Se fue andando de allí, por el cerrado, sin saber a donde iba, alejándose de la piara. Por un momento pensó irse detrás de los acebuches, pero el recuerdo de la vaca mulata le cambió el rumbo. Daba pasos casi sin mirar, dejándose llevar, como cuando miraba los cascos de su caballo en aquellos paseos de niño. Cruzó un pequeño arroyo seco lleno de arena y se sentó entre unos árboles sin saber el motivo. Apoyó la espalda contra uno de los troncos y decidió esperar.

Una de las vacas que estaba para parir, empezó a alejarse poco a poco...
Estuvo un rato mirando un bando de perdices que comía y correteaba por allí y cuando más entretenido estaba la vio venir. Venía atenta, despacio pero con paso firme. La vaca bajó al pequeño arroyo, cruzó la arena y siguió adelante pegada al alambrado. Él la perdió de vista entre los árboles y cuando pensaba que no la vería más la vaca volvió a bajar al arroyo y empezó nerviosa a oler la arena. Entonces se echó. Estuvo echada un rato, apretando y muy inquieta, hasta que lo vio escondido tras aquel árbol. Se quedó muy seria mirando, como preguntándose que hacía él allí y se levantó.

Volvió a bajar al arroyo, empezó nerviosa a oler la arena...
...y se echó...
...estuvo echada un rato, apretando y muy inquieta...
...y entonces lo vio, se quedó muy seria mirando...
...y se levantó...
Él bajó la cabeza, desilusionado, pensando en que la vaca se iría. Estaba a punto de levantarse también, pero la vaca seguía mirándolo sin moverse. Se quedó quieto un minuto, un minuto que se hizo eterno, y la vaca se relajó de nuevo. Empezó a olisquear otra vez, se echó y se levantó varias veces y así se llevo un buen rato. El sol caía y él pensaba que se haría de noche y no la vería parir, pero entonces la vaca rompió aguas.

Empezó a olisquear otra vez, se echó y se levantó varias veces...
...y cuando pensaba que se le haría de noche, rompió aguas...
Estuvo unos minutos de pie, empujando mucho hasta que no pudo aguantar más y se echó. Al poco tiempo las pezuñas de aquel becerrillo saludaban al mundo. Tras unos empujones más salió la cabeza y el futuro toro bravo veía su primer atardecer. A él los nervios se lo comían escondido tras aquel árbol, estaba sudando, asombrado y casi sin parpadear lo observaba todo muy tenso. Entonces vio que se acercaba una vieja vaca burraca. Él no entendía que hacía allí. Aquella vaca burraca, la madre del becerrito de la barriga blanca, se puso a escarbar nerviosa. Tras unos segundos, se acercó y empezó a lamer a la vaca que estaba pariendo. Parecía decirle algo, darle ánimos o compañía a una vaca que era la primera vez que paría. Él no sabía que le habría dicho pero la vaca empujó un poco más y medio becerro veía la luz del sol. Entonces la vaca burraca empezó a espantar a una perdiz que observaba curiosa, como si quisiese mantener aquel secreto a salvo, miró al becerro unos segundos, como dándole la bienvenida y se fue.

Estuvo un rato de pie, empujando mucho...
...hasta que no pudo aguantar más y se echó...
...al poco tiempo las pezuñas de aquel becerrillo saludaban al mundo...
...tras unos empujones el futuro toro bravo veía su primer atardecer...
...entonces vio que se acercaba una vieja vaca burraca...
...empezó a escarbar nerviosa...
...se acercó a la vaca que estaba pariendo y pareció decirle algo...
...espantó a una perdiz que observaba curiosa...
...miró al becerro dándole la bienvenida y se fue...
Aquella vaca, ya sin más compañía que la de aquel chaval tras el árbol, empujó de nuevo y el becerro nació por fin. Salió un poco torcido, casi humillando. La vaca se incorporó un poco y todavía echada, se giró y miró a su hijo. El becerro se quedó inmóvil casi un minuto, en la misma postura, con la cabeza hacia el suelo. Él, muy nervioso y sudando a chorros a pesar del frío de una tarde que ya acababa, pensaba que estaba muerto.

Empujó un poco más y nació aquel becerrillo, mojado y humillando...
...la vaca, todavía echada, se giró y miró por primera vez a su hijo...
Con muchísimos nervios, vio como la vaca se levantó y empezó a lamer a aquel pequeño toro bravo que no se movía. Tras varios lametones intensos, como si respondiese al cariño de su madre, el becerro empezó a mover una oreja. Detrás del árbol, él suspiró más relajado y todavía sin creerse lo que había visto. Unas perdices pasaron por allí fisgoneando y a los pocos minutos el becerrillo levantó la mirada por primera vez. Giró la cabeza mirando a su madre, como si le diese las gracias, mientras ella le daba fuertes pero cariñosos lametones que lo secaban.

Con muchísimos nervios vio como la vaca se levantó...
...empezó a darle fuertes lametones a su hijo que movió una oreja...
...él suspiró más relajado mientras dos perdices fisgoneaban por allí...
...y a los pocos minutos el becerrillo miró a su madre dándole las gracias...
Al poco tiempo, todavía mojado y con apenas veinte minutos de vida el becerrillo intentaba levantarse. Se ponía de pie y se caía una y otra vez. A su piel mojada se pegaba la tierra del arroyo, esa tierra que sería la suya, la que él defendería de sus hermanos de camada dentro de cuatro años. Como en la plaza, ahora solo dependía de si mismo. Su madre miraba como él se tambaleaba y caía una y otra vez, pero la bravura afloraba de su interior y sacaba fuerzas de donde no las tenía hasta que consiguió ponerse de pie. La vaca, más tranquila pero siempre atenta a su alrededor, se echó. El becerro, tambaleándose, se acercó a la vaca y volvió a caerse, mientras ella lo acurrucaba.

Todavía mojado, con apenas minutos de vida, intentaba levantarse...
...se ponía de pie y se caía una y otra vez...
...y a su piel se pegaba la tierra, la que sería su tierra...
...y al fin consiguió mantenerse de pie...
...más tranquila la vaca se echó y su hijo se acercó...
...y mientras ella lo acurrucaba...
...volvió a caerse de nuevo...
Pasados unos minutos la madre volvió a levantarse y de pie, empezó a expulsar las pares. El becerro, por instinto, buscaba la salvación del calostro entre las patas de su madre. Él, ya de pie y apoyado en el árbol, con una sonrisa de oreja a oreja, observaba la escena todavía impresionado. Esperó un poco más, satisfecho, dándole vueltas a las horas que había dedicado para conocer aquel secreto, aquel misterio casi imposible que un día un viejo vaquero metió en la cabeza de un pequeño niño. Miró el sol ponerse entre las hojas de aquellos árboles y dejó a la vaca allí, en su arroyo, con las pares colgando y a aquel toro bravo mamando por primera vez.

La vaca empezó a expulsar las pares...
...mientras el becerrillo buscaba la salvación del calostro...
...miró el sol ponerse entre las hojas de aquellos árboles...
...y dejó a aquel toro bravo amamantándose por primera vez...
Muerto de frío por el sudor que se iba secando en su piel como se secaba aquel becerro con los lametones de su madre, fue a un bar a tomar un café que le calentase el cuerpo. Iba feliz, como si hubiese descubierto un tesoro, aunque en parte era más que eso, había cumplido un sueño. La alegría no le cabía en el cuerpo. Sentado en la mesa de siempre, solo y leyendo un periódico, con el café recién puesto estaba el viejo vaquero. Se sentó junto a él y tras un apretón de manos como siempre, empezaron a charlar. Hacía tiempo que no se veían y se pusieron al día. Charlaron de la familia, de toros, de la temporada que ya había acabado, del tiempo y de la otoñada. Charlaron hasta de los becerros y recordaron lo de las riendas. El tiempo pasó volando y ya casi a la hora de cenar, cuando se despedían en la puerta del bar, estuvo a punto de contarle lo que había visto aquella tarde, pero no hizo falta. El viejo vaquero lo miró a los ojos por unos segundos y vio la misma mirada de aquel niño que le acompañó en el último paseo a caballo de su vida. Allí estaba aquel secreto, el secreto que él le contó, aquel que solo ellos dos conocían. Las miradas que aquella mañana brillaban como el sol, esa tarde resplandecían como la luna llena que les custodiaba. La llama de la afición calentaba sus almas más que nunca en aquella fría tarde de noviembre. Como en los viejos tiempos, mirando hacia abajo como si buscasen los cascos de los caballos por una última vez y con una sonrisa en la cara se fueron los dos sabiendo lo que se decían, ambos llevaban en la cara el mejor secreto de sus días...

11 comentarios:

  1. Como siempre, un escrito fenomenal. Enhorabuena Alberto, leyéndolo parece que estemos en la misma dehesa.

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    1. ¡Muchísimas gracias Juan! Esa es la idea, intentar que el lector se sienta en el campo. Hay que crear afición y demostrar que el toro bravo y todo lo que le rodea es algo maravilloso.

      Mil gracias de nuevo. Un saludo.

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  2. Me gusta mucho todo, texto y fotos. Impresionante.

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  3. Preciosa historia Alberto. Como siempre, da gusto leer tus artículos. Saludos.

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    1. ¡Muchísimas gracias Juan Luis! A ver si saco tiempo y escribo otro pronto.

      Saludos!

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  4. Una vez mas , mi querido Alberto, felicitarte por tu forma de expresar tan bonitas vivencias y amor al toro bravo y su entorno,,,,

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    1. ¡Muchísimas gracias Javi! Cada uno expresa lo que siente como puede. Tú eres un auténtico artista de la equitación y no cabe duda que es por tu gran sensibilidad.

      Un fuerte abrazo y a ver si nos vemos estas navidades!

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  5. Me ha encantado el reportaje Alberto. Enhorabuena como siempre.

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  6. Muchas felicidades me has recordado un día a mi presenciando parir a una gran vaca de una afamada ganaderia.

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